El corso fue siempre una posibilidad de conseguir importantes ganancias a cambio de correr un riesgo algo mayor del que entrañaba el comercio convencional. Era una actividad fomentada por la corona, que ya aparece regulada en el primer privilegio que Fernando III concede a Cartagena en 1246. Los particulares autorizados por el rey podían llevar a cabo acciones de guerra y quedarse con el botín y los prisioneros, que eran liberados tras pagar un rescate o vendidos como esclavos (los infieles), a cambio de dar una parte de los beneficios al monarca. El corso, pues, no es lo mismo que la piratería, simple bandolerismo naval, ya que la violencia se ejerce contra el enemigo y con autorización real, aunque no es raro que en épocas de confusión y descontrol puedan simultanearse las dos actividades por los mismos barcos.
Como el comercio, pareció gozar en la ciudad durante la baja Edad Media de dos períodos de auge, separados por una profunda decadencia durante el siglo XIV.
Los corsarios, de distintas procedencias, usaron el puerto como base permanente o como refugio ocasional y no solían ser muy escrupulosos a la hora de escoger a sus víctimas. Durante el siglo XV, época dorada para los
corsarios cartageneros, se organizaron con frecuencia expediciones hacia las tierras del norte de África para saquear las aldeas costeras y apresar a sus habitantes.
En el siglo XVI, el despliegue de las flotas de galeras turcas y de los corsarios argelinos, restringirá mucho la actividad de los corsarios cartageneros, sin que llegue a desaparecer del todo.
A partir de 1575, mientras se hace cada vez más lejana la amenaza de un gran desembarco turco, arrecian los ataques argelinos de pequeña y mediana escala.
La repercusión de esta presión norteafricana sobre las costas murcianas (y de todo el mediterráneo español) retrasarán extraordinariamente la repoblación del Campo de Cartagena y el desarrollo normal de las actividades económicas en él.
A principios del siglo XVII se inicia una serie de contraofensivas, que trataron de mantener a raya a los corsarios, cada vez más atrevidos y mejor pertrechados, pero el éxito fue parcial y poco duradero.
De hecho, los ataques argelinos causarán graves daños en la mayoría de las torres de defensa costera. Pero si el corso es ahora más peligroso para la navegación, lo es cada vez menos para las poblaciones del litoral,
pues sus nuevos barcos de alto bordo no les permiten desembarcar en cualquier playa. Cuando el puerto de Cartagena se convierta, a partir de 1668, en base de las Galeras de España,
la actividad de los corsarios se verá aun más alejada del litoral cartagenero, aunque seguirán actuando en el mar abierto.
Ya en el siglo XVIII, desde la importante base naval en que se ha convertido Cartagena, actuarán, además de las unidades de la Armada Real, los corsarios españoles y aliados contra los barcos enemigos,
mientras se combate con éxito a los corsarios norteafricanos.
Las actividades de los corsarios turco-argelinos (y en menor medida de los europeos) a lo largo de los siglos XVI y XVII (su época más activa), han dejado numerosos testimonios en la documentación del Archivo Municipal. De entre ellos se han seleccionado unos cuantos ejemplos que ilustran los aspectos más importantes del fenómeno y ponen de manifiesto la constante presión a la que estuvo sometida la costa mediterránea durante esta época. Se trata de un acuerdo del Ayuntamiento para que se socorra urgentemente a la torre de la Azohía, dos cartas reales de Felipe III y otra de Felipe IV al Ayuntamiento, con noticias sobre incursiones corsarias y contraataques cartageneros; dos cartas del Adelantado del Reino de Murcia al Ayuntamiento sobre los mismos temas, una orden del Adelantado para que los ganados no se acerquen a la costa, y una carta de aviso procedente del Cabo de Gata, que advierte a las poblaciones de la costa de los movimientos de unos corsarios.
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